Habrá que mirar al cielo,
desgarrar las nubes con las manos,
desangrar veinte mil ocasos
y perfumar las noches con nostalgias.
Habrá que dejar correr el agua
para que nos lleven sus caballos
a la orilla de un mar embravecido
y embozarnos en la espuma de su oleaje
y sentir su sal petrificarnos.
Habrá que mirar atrás,
eventualmente, detener el paso
y perdernos en alfaques y taludes,
derramar, aciagos, nuestra sangre
y blandir la espada con destreza.
Habrá que desviar el camino,
esquivar las saetas del reloj
y llorar como plañideras desgastadas.
Habrá que saltar desnudos
y andar descalzos el camino,
con sólo el peso de la inopia
que nos cuelga de las manos,
con la piel resquebrajada.
Hasta encontrar la brida del caballo
y frenar el agua del arroyo.