El muro de Cráneos

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Colectivo Cuadernos sin Mo(r)ral

septiembre 13, 2007

Interno 47 (Crónicas Satíricas V)

***MI PRIMER KIT DE CIRUJANO MI ALEGRÍA***






Hace tan sólo unos días, una amiga a quién aprecio mucho me preguntaba por mi pasado como cirujano, tras hablar con ella sobre el tema, no pude evitar que el recuerdo de aquellos días me sobrevolara el magín. Durante toda la noche estuve leyendo mis notas escolares, mirando las poquísimas fotos en sepia que sobrevivieron al incendio de mi antigua casa, y añorando el deseo que me inflamaba el ánimo en aquellos días de próspera tranquilidad...

El primer gran fracaso que tuve fue también – sin saberlo – mi primer gran victoria sobre la vida. El primer paciente al que operé en el viejo hospital en que trabajé, era un caso “rutinario” que se convirtió en el parte-aguas que – sin saberlo también – me convertiría en lo que ahora soy. El interno 47 entró al quirófano y lo anestesiaron las enfermeras. Al entrar yo, y pararme frente a ese cuerpo inconciente, las manos me sudaban intensamente debajo de los guantes de látex y empecé a temblar al tomar el escalpelo (antes, cuando había sido practicante, no había tenido nunca toda la responsabilidad – disfrazada de escalpelo – entre mis manos).

Al hacer la primera incisión, la sangre me salpicó la cara y el borbotón no se detenía. Recuerdo haberme puesto histérico, y aunque traté de disimularlo, las enfermeras tuvieron que intervenir en mi auxilio. – ¡No se preocupe doctor – decía una voz agria como un limón a medio exprimir en una taquería – es normal que se ponga nervioso; porque es su primer paciente, pero recuerde que es importante que se sienta usted bien, o si lo prefiere, podemos llamar al médico de guardia... – Estas últimas palabras me hicieron sentir realmente estúpido, así que me repuse lo más que pude y volví a tomar el escalpelo e hice una segunda incisión, ya no sangró tanto, mi rostro estaba casi limpio, salvo por el sudor que se había mezclado con la salpicadura de mi primer corte. Las horas pasaban y el cansancio no me dejaba de doler en las muecas ni en la espalda. Finalmente, suturamos y mandamos al interno 47 a reposar. (Por mí se pudo haber ido al infierno, yo lo que quería era darme n baño tibio y aplastarme en mi cama a ver TV mientras comía galletas). ¡La operación había sido un éxito...!

Una semana más tarde el mismo paciente regresó al quirófano, al parecer mi éxito rotundo, no había sido ni tan éxito ni tan rotundo que digamos... Volvieron a anestesiarlo y me volvieron a sudar y a temblar las manos. Me sentía como un mecánico al que le levan un carro a que vuelva a revisarle el mofle, porque la primera vez que lo arregló sólo le quitó el tizne superficialmente y cobró la afinación completa, estaba esperando que llegara la esposa del señor 47 y me reclamara que le arreglara bien a su marido o que le devolviera el dinero, y yo sólo pensaba en la tiznada que me dio su mofle cuando lo revisé por primera vez.

Por estar distraído, tratando de disimular otra vez mi temblorina y mi nerviosismo de novato, no recordé que sólo había que retirar los puntos de sutura, puesto que la “herida” aún no sanaba y volví a tomar mi escalpelo y lo hendí despreocupadamente. No, no casi no hubo sangre, ni hubo rictus doloroso. A los pocos instantes, tampoco había pulso. Don 47 se había muerto sin afinar pero con el mofle libre de tizne...

Involuntariamente lo asesiné, fue el primer infeliz que apagó la tea de su existencia a manos mías. Durante algún tiempo no quise volver a pisar un hospital; pero ahora que lo pienso, fue cuando dejé de ser cirujano cuando me volví un verdadero maestro en las artes del escalpelo.

Caminata Nocturna (Crónicas Satíricas IV)



La noche se llena de bares y a través de la ventana se ven dibujarse los rostros del alcohol.
Decidí salir a caminar y, con suerte, asesinar a alguien... (hace mucho tiempo que no siento extinguirse entre mis manos el calor de algún infeliz...)

Mi primer prospecto era la vecina que vive en el departamento debajo del mío; sin embargo la cercanía puede resultar comprometedora. Al salir de casa casi me tropiezo con ella y la escucho gritar como desesperada, al tiempo que los perros de la portera ladran. Debe ser algún lenguaje particular que sólo ellos (los perros y la vecina) comprenden, ahora que los escucho me parece que son tan estridentes que hasta encuentro una armonía muy particular en ellos. Mi imaginación y los perros le salvan la vida a la vieja (llegan a mi mente imágenes de un concierto brindado por un ensamble de ladridos acompañando a una solista gorda con una voz potentísima).

Sigo mi camino y al cruzar el parque me encuentro con una viejecita que caminaba lentamente y abrazaba una bolsa de pan y otras dos bolsas con sabrá el carajo qué cosas, de inmediato se convierte en mi prospecto número dos; sin embargo, pensar que quizás no tardaría demasiado en morirse por sí sola, me hizo dar marcha atrás a la navaja, que ya se alistaba para rebanarle el gañote. En lugar de hacer lo que mi instinto sanguinario me dictaba, me ofrecí para ayudarla con su carga y ella, desconfiada, aceptó. Pienso que vió la oportunidad de tener compañía para la merienda: no pude rechazarla, el café de olla, el pan tradicional de la panadería que atendía “Don Chon” y la pausada conversación de la señora, me reconfortaron por unos instantes; pero cuando recordé que había salido de mi casa con un propósito específico, me disculpé y salí ávido a buscar sangre tibia que descongelara mis manos solitarias.

Seguí caminando, atisbando en cada esquina, en cada bar... Hace tiempo que me dejó de satisfacer el asesinato de borrachos y de putas. Ahora quería cambiar de “gremio”; pero no encontraba a alguien suficientemente interesante...



La luz había llegado a la cima de mi creatividad... una pareja de novios andaban lentamente y hablaban de no sé que tantas estupideces, mientras paseaban a un perro con una correa suficientemente larga como para atarlos a ambos. Me les acerqué decidido y preparé mi navaja. Cuando menos se lo esperaban, tomé al escandaloso “French Poodle” entre mis manos y lo destacé con la destreza carnicera que me ha dio mi experiencia como cirujano (esa etapa de mi vida ya está superada), ante la mirada atónita y los gritos histéricos de él y ella respectivamente...

Con las manos ataviadas de sangre, me acerqué a la pareja y les dije: ¡Qué bonito perro...! ¿Muerde...?

Tiempo después supe que en los bares, aún se lloraba la muerte de la mascotita esa -y hasta una loa luctuosa le habían hecho...-

Cena de Navidad (Crónicas SatíricasIII)


Tenía como dos vidas enteras que no cenaba con mi “familia”. Y es que desde siempre me han fastidiado sus conversaciones inútiles: sobre la cantidad de bienes que ha acumulado cada quién hasta el momento, sobre los momentos “graves” que vivió la Tía Lucrecia y que por poquito la llevan a morir (y todo para que dos días después de haberse recuperado de una enfermedad que la ató casi dos años a la cama, saliera de su casa y la atropellara un camión en la central de abastos...). No, yo no quería ser uno más entre el coro de los primos ilustres que mal gastan su vida consiguiendo seguridades para los hijos que no han sabido educar...

No tuve más remedio que ponerme el menos roto de mis dos trajes y aguantar la oleada de preguntas prejuiciosas y morbosas sobre por qué me había retirado del hospital -siendo una profesión tan “noble” la que había elegido mi padre (al que maldije desde siempre por haberme obligado a estudiar, ya sea medicina o lo que hubiera sido...) para “asegurar” mi maldito futuro- y toda esa letanía de incomodidades que me esperaban, con ansias, para devorarme y obligarme a retirarme de un modo “inconvenientemente grosero” de la cena navideña que la Tía Águeda preparó para todos (y que insistió en que yo debería estar ahí).

Cuando crucé la puerta, me recibió el exquisito aroma del lomo que aún estaba en el horno, seguido por un perro pequeño y escandaloso, hasta que salió desde el fondo de mi incredulidad, la prima Chayo, a la que no había visto desde que tenía como diez años. Salió de la cocina con una sonrisa que había pasado la tarde entera cocinando frente a un espejo y me saludó como si lo supiera todo sobre mí (supongo que creía saberlo, lo que explicaría su sonrisa compasiva), como si hubiésemos crecido juntos, corrido y jugado en su traspatio y como si hubiésemos fornicado bajo el árbol del jardín de la casa de la Abuela...

Lentamente fueron llegando todos los demás, y a eso de las diez de la noche estábamos congregados cerca de cincuenta “parientes” alrededor del festín que nos ofrecía aquel cadáver de marrano, al que el horno le había dado una nueva vida, una nueva identidad... Los comentarios sarcásticos no se hicieron esperar, desde el fondo de una silla un poco lejana a la mía, se oyó la voz de un hombrecillo insignificante, mi padre. La carraspera de su edad no me dejó entender lo que dijo, sólo supe que lo decía para mí. Reí hasta que me doliera el estómago al ver que su dentadura postiza ya no soportaba el peso del bocado y prácticamente tenía que masticar con las manos, de tanto que se tenía que enderezar “los colmillos”.

A nadie pareció gustarle mi risa; pero no podía evitarlo, a sus palabras les siguieron las de las Tías, quienes me reprocharon todo el “respeto” que le debía a ese Chaparro Neurótico, los primos apoyaban mientras yo bebía más y más vino y disfrutaba de la suerte, que sentó a mi lado a Chayito, quien también bebía y sonreía en medio de la desdentada verborrea de los que vociferaban haciéndose los muy “decentes”. Al poco rato, los primos ebrios (de alcohol, pero también de soberbia) me siguieron hostigando, mientras yo acariciaba la pierna izquierda (ebria también) de Chayito y ella, a su vez, seguía sonriendo con mi pene entre sus manos (si, ambas...). Sin decir una sola palabra, nos levantamos de la mesa sin haber terminado ni el discurso ni la cena, y nos largamos a buscar un árbol parecido al del jardín de la casa de la Abuela para fornicar. Nunca más los he vuelto a ver (a Chayito tampoco...).

Una Noche en los Separos (Crónicas Satíricas II)


No recuerdo claramente cuál fue mi pretexto aquella noche; pero me embriagué en algún tugurio mal iluminado de la ciudad. Naturalmente lo hice yo solo (quizás acompañado por todos los demás ebrios del bar aquel…)

No habían dado aún ni las seis de la mañana cuando ya nos estaban “invitando a abandonar el lugar.” No había más remedio que hacerlo, aunque ninguno de los que quedábamos despiertos a esa hora quería hacerlo en realidad. Con lo que quedaba de mi botella de “Bacacho” escondido en el abrigo pulguiento que llevaba puesto, decidí simplemente caminar sin rumbo…
Un cochecito muy simpático (albi-azul con lucecitas rojas y azules) se detuvo delante de mí y dos gorilas salieron de él para tratar de robarme el dinero que ya no traía, el mismo que ya me había bebido durante la noche entera. Como es natural en un hombre de mi condición, intenté defenderme del ataque primitivo con que pretendían ultrajarme. No resultó. Me sometieron por la fuerza y me subieron a la “patrulla”, intenté escapar; pero tampoco resultó.
Fue entonces cuando conocí los temibles “separos,” que no son mas que unos tristes cuartuchos llenos de asquerosientos bichos y ebrios, con las paredes decoradas con manchas de sangre, mierda y rayones que parecen no tener sentido. Al otro lado, “separadas” del resto están las mujeres (en su mayoría putas drogadas y alguna que otra vieja argüendera) No extrañé mucho mi casa, el camastro que allá me esperaba no era mucho mejor que este suelo que, sin duda, recibiría de mejor gana mi guacareada post-curda… (por algún motivo siempre llega cuando todo debería a estar en proceso de bloqueo y represión del recuerdo, llega como un “boicó”)


Al ingresar allí, los polis me miraban con desprecio; mientras que los “prisioneros” celebraban mi llegada. Lo único que no puedo perdonarle a los infelices uniformados es que me hayan chingado mi pomito. Deberían comprender que esas cosas son algo más que sagradas para un viejo solitario como yo. Por supuesto que los mandé mucho a chingar a su trescientas cuarenta y siete veces puta y mal parida madre, con lo que no hice muchos amigos entre los azules; pero al menos me gané la simpatía de los que seguían celebrando mi llegada...

La mañana despuntaba detrás de la ventana de la comandancia, desde donde la luz no me molestaría debido a lo bien “separados” que se encuentran los separos... Ese lugar no está tan mal después de todo, lamentablemente no me duraría más de veinticuatro horas el paseo.

Ahora que lo pienso, no recuerdo haber hecho nada extraordinario, como para que me invitaran (Tan hospitalarios ellos...) a ese lugar y me despojaran de mi botella; pero seguía ahí, con una cruda espantosa al caluroso mediodía. Para matar el tiempo decidí golpear al que tuviera más cerca, tan fuerte como me fuera posible. Se armó una rebambaramba sublime, sangre por todos lados. Sin que nadie lo notara, después de comenzar el fuego me hice a un lado para ver el incendio consumir todas esas energías. Como dije antes, ese lugar no está tan mal...
Cuando llegaron los polis a calmar los ánimos me encontraron tranquilo y sonriente, tratando de adivinar quién había salido con la peor parte, algunos seguramente tenían más de un hueso roto. Lamentablemente no pasó a mayores... A pesar de que varios declararon en mi contra, no fui castigado, los mismos polis habían sido testigos de mi precaria imagen de senil. de ebrio bueno para nada, y de que al llegar ellos, yo ni siquiera estaba participando en la reyerta.

Cuando se me acabó el veinte, estaba por amanecer otra vez, pero no salí del lugar hasta pasadas las diez de la mañana. Me despedí muy cordialmente de los “inquilinos” (quienes me mandaron a la chingada, por cierto...) y hasta de los cerdos asquerosos (quienes también lo hicieron) y hasta pensé en preguntarle al de la entrada si había posibilidades de que me alquilaran un cuartito allí dentro; porque, la verdad, está muy divertido. Lo único malo es que no hay bar y que las putas están aparte...

FROM HELL (Crónicas Satíricas I)



Cuando llegué al infierno había una larguísima fila de condenados que esperaban su turno para entrar. Me alegró saber que compartiría la eternidad con tanta “gente” (¿Sigue siendo gente la raza condenada al dolor eterno…?). Iba a formarme con la mejor disposición, pensando solamente en la cantidad de lastimeros alaridos que esperaban ahí dentro por ser escuchados, cuando una bestia que babeaba me abordó y entre gruñidos balbuceó palabras que no pude comprender. Obviamente encabronado me sujetó por las solapas rasguñando mi pecho con sus garras, mi reacción no pareció gustarle; pero no podría haber sido distinta: al percibir el aroma de mi propia sangre que escurría formando un frágil hilillo rojizo que corría sobre mi torso reí desde el plexo solar, sintiendo cómo la risa fluía por el Gran Simpático y por el Nervio Vago (vaya pareja que hacen estos dos…). La bestia gritó entonces salpicándome de baba el rostro, su aliento era tan pútrido que habría podido asfixiar a poblaciones enteras en la tierra de los vivos. Comprendí entonces que me estaba pidiendo mi pasaporte. Sí, mi pasaporte. Hasta en el infierno existe la burocracia…

Esculqué entre mis bolsillos. Nada. Entre las maletas que había empacado para mi residencia en la patria de los sanguinarios hallé una libretita negra, debió ponerla ahí el sepulturero, sublime conocedor de esos menesteres (y gran conversador, por cierto…). Se lo entregué a mi “castigador”, quien al verlo gruñó furioso y se lo entregó a una hermosa mujer con la piel más pálida que haya visto jamás. Al verlo me tomó del brazo e histérica me sacó de la fila ante la mirada atónita de los que estaban formados delante de mí.
-Un mexicano…- comenzó a gritar con una voz tan aguda que los oídos me siguieron zumbando durante unas cien horas. No pude dejar de pensar: -¡Mmmmta Madre…! ¿Ni en el pinche infierno nos quieren…? …y eso que no sabe que soy chgilango…- me llevó al fin a una ventanilla que me recordó las subdelegaciones del IMSS donde sin mirarme sellaron mi “pasaporte” y me abrieron la puerta. Lo único que pude suponer es que Slim se me había adelantado y había sobornado a los demonios para que los paisanos no tuviéramos que hacer fila así que de inmediato pregunté por él para agradecerle el generoso gesto de fraternidad; pero nadie supo darme razón de él…

Cuando al fin encontré un sitio desde donde se veía con claridad las mutilaciones, fustigaciones y demás inflingimientos, decidí instalarme. No tardé en conseguir una cama de clavos a mi gusto, alambres de púas para hacer sillones y costales y costales de fango y mierda para hacer paredes. Como buen mexicano pude beneficiarme del contrabando y conseguí hasta una TV a color (en el infierno sobran canales satelitales donde pasan esos programas que carcomen el cerebro y ningunean el alma humana…). Cuando me aburría de ver Big Brother, La Academia y Los partidos del América, me asomaba por mi ventana de vidrios rotos y miraba el desfile sangriento de los que clamaban piedad (Ja! ridículos…).

Al darme cuenta de lo rutinario que resulta el infierno (Las viejas de Big Brother se siguen encuerando ante las cámaras para ver si consiguen trabajo, Los de La Academia siguen cantando igual de gacho, el América sigue sin dar una y los blandengues siguen clamando piedad con la misma desesperación de siempre…), de la poca imaginación de los que se supone debieran ser los mejores carniceros y verdugos, me aburrí del sitio a las pocas semanas.
Volví a empacar mis cosas y salí sin que nadie si quiera lo notara, sin que nadie me extrañara…

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Aprendiz de pobre diablo, melómano, coleccionista de manías, mesurado pero conversador, irreverente, soez, en fin... todo un estuche de monerías