El muro de Cráneos

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Colectivo Cuadernos sin Mo(r)ral

marzo 07, 2010

Transitorio

 

 

Esta mañana, al despertar, me encontré con que el mundo estaba distinto. ¿Qué es exactamente lo que cambió? No tuve tiempo de detenerme a meditarlo, simplemente tuve que conformarme con saberlo diferente. No era un mejor mundo, ni más propicio ni menos lleno de recovecos húmedos en los que se ocultan las posibilidades infinitas que constituyen la delgadísima línea entre el bien y el mal.

Al salir de casa sentí el tierno abrazo de un calorcito que prometía crecer inclemente para el resto del día. Tomé el transporte público hacia el trabajo y me puse a mirar a mis compañeros de viaje. Señores, en su mayoría, entre los treinta y cinco y los cincuenta y cinco años, deslumbrantes jovencitas y señoras soñolientas conformaban la base popular del vagón del metro en que viajaba. Una sola idea circundaba mi mente en ese momento. Romper con todo, iniciar una nueva vida alejada de la gente que me había visto nacer, la que me había visto agonizar durante años y reptar entre la infinita sombra de quinientos años.

Llegué al trabajo convertido en un autómata, respondía a todas las preguntas con el primer instinto, miraba a un punto neutral entre las personas y el espacio que ocupaban. Finalmente no pude soportarlo más y desistí. Arranqué de un tajo el cordón umbilical que me unía a este universo que cada vez sentía más ajeno, me laceraba la piel del pensamiento, me sofocaba conforme el sol se acercaba al cenit. Junté el aliento que me quedaba para lanzar un grito furibundo, mientras con las piernas aún temblando me acerqué a la salida tan aprisa como pude. ¡Váyanse todos al diablo…!

Al salir, el sentimiento de libertad más grande que haya sentido jamás me llenó los pulmones de aire y anduve caminando durante horas bajo la mirada atenta del sol, que me seguía a donde fuera. Tonatiuh nunca me ha abandonado. Cerca de la hora en que comienza a acurrucarse el día entre los altos edificios al poniente, llegué a perderme varias veces entre el inmenso laberinto que representa esta ciudad. Llegué, finalmente a algún barrio oscuro, descuidado por demás, cuando había ya oscurecido. No podía creer que había conseguido despojarme de todas aquellas lapas que consumían mi energía sin mayores complicaciones. Fue la primera de mis más grandes victorias frente a mi amorfo enemigo, la gente.

Las calles comenzaron a estrecharse hasta que casi se tocaban. Las luces en las ventanas de las casas se apagaban consecutivamente. Pronto tuve la impresión de quedar completamente solo en la cuidad.

De una puerta entreabierta escuché una tenue voz, ronca pero débil, que me llamaba por mi nombre. Primero no me atreví a acercarme siquiera; sin embargo la insistencia apelaba directamente a mi curiosidad y sin nada qué perder un paso siguió obedientemente al otro y en un momento estaba dentro de una casita bastante modesta, con aroma a café caliente y un sillón vacío que prometía cálido reposo a mis pasos cansados de perseguirse durante el día entero.

Sentada en otro sillón frente al mío encontré con una señora de no menos de setenta años. Insistió en que me sentara y su apacible conversación destejió la madeja de pensamientos que se desparpajaba en mi mente.

No hizo preguntas obvias ni complicadas, simplemente tomó la palabra y me dijo las cosas que, aunque bastante bien sabía, me había empeñado en negarme a mí mismo durante toda mi vida. Me habló de mi pasado como si fuera una especie de voz interna, con la fidelidad con que sólo el recuerdo sabe interpretar las instantáneas guardadas en un cajón bajo la cama. Pronunció mi nombre una y otra vez, como para no olvidarlo y hablaba de la energía del universo, de cosas inverosímiles que no hubiera creído de no haber sentido esta mañana lo distinto que estaba el mundo sin poder explicarlo.

Estuvimos hablando durante la noche entera, de la jarra de barro parecía brotar interminablemente café para llenar las tazas una tras otra. A la sonrisa de la señora le faltaban un par de dientes, pero no ternura. A la conversación le faltaron horas, pero no palabras…

Cuando el sol envió a su heraldo a cantar los himnos de la aurora, ella se levantó en silencio y entró en su cocina. Hasta entonces tuve tiempo de pensar un poco y preguntarme quién era ella y cómo es que había llegado justo hasta su puerta, pero pronto ella volvió con una taza llena con una infusión caliente que, me dijo, me reanimaría en las fatigas que aún me faltaban y me enseñaría a caminar sin pies. No supe desconfiar, después de todo no tenía nada que perder, así que tomé la taza con ambas manos y bebí lentamente el amargo, pero no desagradable líquido.

Sin poder advertirlo me quedé profundamente dormido y tuve los sueños más extraños que jamás haya tenido. Personas desconocidas eran mi familia y el universo respiraba. En mi delirio trasudé las toxinas que ataban aún a una memoria engañosa y a una existencia por demás insignificante.

Cuando al fin desperté (si en algún momento lo hice) había pasado ya el mediodía y yo sólo sabía una cosa: Por ningún motivo volveré a donde ya he estado antes. Sólo pienso tomar mis pies y llevarlos con todo y pasos a otro sitio, donde otra tierra los impulse a seguir andando. Hasta donde el viento me lleve. Cuando llegue a mi destino lo sabré…

febrero 18, 2010

Ciudad sin Fin

I

Ciudad:
infinita duda,
péndulo que oscila sin sentido,
badajo mudo…

El fuego de la tarde
se consume en turquesas lejanos,
palidece lentamente
sofocándose al amanecer,
rendido en su espiral de nieblas.

II

Atardecer en brazos de la calle,
en la espesura del gentío absurdo.

Sobre cúpulas altísimas,
en silencio llueve una sombra
que va devorando los fulgores
de esta ciudad carcomida.

Cruzando a través
de las tripas de la ciudad,
de sus túneles mugrientos.
Puedo sentir su agonía,
su desesperado galopar,
su paupérrima ceguera.

III

Ciudad Pobreza.

Lloras, porfiada, tu desgracia,
sollozas tu lamentación
sin que nadie pueda acudir en tu auxilio.

Arrastras los pies en tu lobreguez.

Tu estómago vacío ruge
con vapores de alcantarilla rota,
con fragor de sindicato enardecido,
con rebeldía en la bandera rojinegra…

IV

Bajo nubes de acero
se erige este laberinto de calles sin entrada ni salida.

Vieja ciudad mancillada, impía…
tan impunemente exquisita de sangre y fuego.

Famélica bestia que no para de asesinar,
prisión siempre inconmensurable
tan llena de humores caprichosos
y vapores indigentes…

V

Ciudad Violencia,
a través de tu garganta
atraviesan cansados,
tus cuarenta millones de ojos
rumiando su ceguera,
tentaleando entre cascajos,
dando tumbos y patadas de ahogado.

En el estruendo de tus armas
duermen su sueño
los infantes de pólvora
que algún día te harán arder…

VI

Hay avenidas, grietas de fuego
que adormecen los pasos
cansados de perseguirse los pies.

Tardes que vuelan alto.

Persianas que se desatan
para encerrar el instante,
para desnudar de memoria
el cuerpo de la insensatez.

VII

Ciudad Demencia,
nido de anhelos innombrables.
Olvidada en una grieta,
en el asfalto y la ceniza:
has cobijado al ladrón
para cortarle después las manos…

Llevas en las llagas de tus calles
el crimen del que no se te pudo absolver.

VIII

Las noches son algo distinto.

Una sucesión de zumbidos
que revolotean insistentes
alrededor del humo del cigarro.

Una lluvia que no cesa nunca.

Las calles devienen en luces rojas,
en bares que vomitan alcohólicos,
en palabras que se despeñan
como espuma de los labios…

IX

Ciudad Fiereza.

Ahora que has devorado a tus hijos
para no permitir que te subyuguen,
agonizas, lastimera,
herida de muerte por el cazador furtivo
que vino de tierras lejanas
para exterminar tu podredumbre…

X

Al final de los caminos
la ciudad es una y la misma
todas las ciudades son Roma,
son la misma sombra
y la misma ceniza
después de arder…

enero 04, 2010

Revancha

 

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En la calle donde crecí, vive la nostalgia. Todas las tardes, cuando salgo de la oficina, paso a dejar el fastidio entre las callejuelas y me quedo a ver a los chicos que entre las casas, esquivando perros sin dueño, autos estacionados y postes de luz, patean una pelota con desdén, con energía, pero sin la mínima idea de cómo hacerlo.

Esta tarde encendí un cigarrillo, dispuesto a caminar por la calle un rato antes de tomar el camión camino a casa, al principio creí que la flama del encendedor me había creado un espejismo, aspiré lentamente la bocanada de ese humo blanquecino y fijé la mirada al fondo de la calle. Dando tumbos venía la Pelucas. Inmediatamente se detuvo el juego en la cancha, como en aquel tiempo cuando la vida era una gran sonrisa y a nuestros doce o catorce abriles nos codeábamos cuchicheando sobre las  generosas carnes que hace veinte años jugueteaban bajo la minúscula falda que la puta más buena del barrio vestía para salir a conquistar los billetes ebrios de la medianoche.

Nunca supimos su nombre, le decíamos la Pelucas porque siempre salía de su casa maquillada, perfumada, con unos zapatos altos de tacón de aguja, revisaba su bolso y se ponía sobre el cabello una peluca distinta. Debo reconocer que entonces cada uno tenía su favorita, la mía era una con unos bucles rojizos fabulosos. Pocas cosas disfrutaba tanto entonces como imaginar que salía de su edificio con esa peluca y mirándome a los ojos se acercaba tan despacio cómo sólo en la imaginación de un púbero es posible…

Una tarde, cuando Álvaro nos avisó con un silbido agudo pero bajito que era momento de mirarla pasar, nos empujábamos unos a otros para acercarnos a ella, como un juego involuntario, empujábamos a otro para que tomara el lugar que todos deseábamos ocupar. Al fin fue mi turno al frente y aprovechando el impulso que llevaba, no pude evitar uno que otro paso extra.

Cerré los ojos esperando el chingadazo más iracundo que haya recibido jamás; sin embargo dejé que mi mano se acercara hasta tocar suavemente sus frondosas nalgas. Ante la mirada atónita de mis amigos sólo sentí una mano ligera sobre mi cabello y casi lejana pude escuchar su voz diciendo entre risas: “Pinche chamaquito, hasta ternura me das, chingá…” luego sus pasos resonaron con el eco de la angosta callejuela y se perdió entre el humo de su largo cigarrillo.

Al verla emerger de la misma puerta gris, cochambrosa de tantos años acumulados, acomodarse una peluca desgreñada que quería acaso arremedar a la de los bucles rojizos y encender su cigarrillo largo con el estilo tan particular que tienen las putas al encender los cigarros sosteniéndolos entre sus larguísimas uñas, no pude creerlo. Los chicos del barrio ya no se empujaban para acercarse a sus carnes; supongo que los mejores años pasaron entre excesos y ahora la vejez se confunde con la orfandad de los hijos que prefirió nunca tener, decían los mayores, quedito, pretendiendo que nadie se enteraría de sus murmuraciones que varias veces fue con doña Lucha para que la ayudara a abortar. Nunca supe si eso era verdad, aunque no lo dudo.

Mientras caminaba entre las burlas de los chicos, uno de ellos pateó la pelota con desdén, con energía, pero sin la mínima idea de cómo hacerlo, a pesar de ello estuvo cerca de pegarle ante el festejo de todos sus amigos. Entonces ella me miró con la profunda tristeza que los años se habían encargado de poner bajo sus párpados excesivamente pintados de azul y tambaleándose avanzó despacio, sin dejar de mirarme y con una voz aguardentosa y un aliento de bucanero me dijo bajito: “¿Pero por qué tan solito? Si quieres podemos pasar a mi departamento, está un poco desordenado, pero la cama es muy confortable…” No pude resistir la tentación y le respondí. “Ay, pinche vieja, hasta ternura me das, chingá…” de un pisotón apagué mi cigarrillo en el pavimento y eché a andar con las manos en los bolsillos, por aquellas calles angostas y oscuras que siempre retienen los pasos en su eco haciendo más graves las despedidas…

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La Ciudad des-Esperanza, Mexico
Aprendiz de pobre diablo, melómano, coleccionista de manías, mesurado pero conversador, irreverente, soez, en fin... todo un estuche de monerías