Hace tan sólo unos días, una amiga a quién aprecio mucho me preguntaba por mi pasado como cirujano, tras hablar con ella sobre el tema, no pude evitar que el recuerdo de aquellos días me sobrevolara el magín. Durante toda la noche estuve leyendo mis notas escolares, mirando las poquísimas fotos en sepia que sobrevivieron al incendio de mi antigua casa, y añorando el deseo que me inflamaba el ánimo en aquellos días de próspera tranquilidad...
El primer gran fracaso que tuve fue también – sin saberlo – mi primer gran victoria sobre la vida. El primer paciente al que operé en el viejo hospital en que trabajé, era un caso “rutinario” que se convirtió en el parte-aguas que – sin saberlo también – me convertiría en lo que ahora soy. El interno 47 entró al quirófano y lo anestesiaron las enfermeras. Al entrar yo, y pararme frente a ese cuerpo inconciente, las manos me sudaban intensamente debajo de los guantes de látex y empecé a temblar al tomar el escalpelo (antes, cuando había sido practicante, no había tenido nunca toda la responsabilidad – disfrazada de escalpelo – entre mis manos).
Al hacer la primera incisión, la sangre me salpicó la cara y el borbotón no se detenía. Recuerdo haberme puesto histérico, y aunque traté de disimularlo, las enfermeras tuvieron que intervenir en mi auxilio. – ¡No se preocupe doctor – decía una voz agria como un limón a medio exprimir en una taquería – es normal que se ponga nervioso; porque es su primer paciente, pero recuerde que es importante que se sienta usted bien, o si lo prefiere, podemos llamar al médico de guardia... – Estas últimas palabras me hicieron sentir realmente estúpido, así que me repuse lo más que pude y volví a tomar el escalpelo e hice una segunda incisión, ya no sangró tanto, mi rostro estaba casi limpio, salvo por el sudor que se había mezclado con la salpicadura de mi primer corte. Las horas pasaban y el cansancio no me dejaba de doler en las muecas ni en la espalda. Finalmente, suturamos y mandamos al interno 47 a reposar. (Por mí se pudo haber ido al infierno, yo lo que quería era darme n baño tibio y aplastarme en mi cama a ver TV mientras comía galletas). ¡La operación había sido un éxito...!
Una semana más tarde el mismo paciente regresó al quirófano, al parecer mi éxito rotundo, no había sido ni tan éxito ni tan rotundo que digamos... Volvieron a anestesiarlo y me volvieron a sudar y a temblar las manos. Me sentía como un mecánico al que le levan un carro a que vuelva a revisarle el mofle, porque la primera vez que lo arregló sólo le quitó el tizne superficialmente y cobró la afinación completa, estaba esperando que llegara la esposa del señor 47 y me reclamara que le arreglara bien a su marido o que le devolviera el dinero, y yo sólo pensaba en la tiznada que me dio su mofle cuando lo revisé por primera vez.
Por estar distraído, tratando de disimular otra vez mi temblorina y mi nerviosismo de novato, no recordé que sólo había que retirar los puntos de sutura, puesto que la “herida” aún no sanaba y volví a tomar mi escalpelo y lo hendí despreocupadamente. No, no casi no hubo sangre, ni hubo rictus doloroso. A los pocos instantes, tampoco había pulso. Don 47 se había muerto sin afinar pero con el mofle libre de tizne...
Involuntariamente lo asesiné, fue el primer infeliz que apagó la tea de su existencia a manos mías. Durante algún tiempo no quise volver a pisar un hospital; pero ahora que lo pienso, fue cuando dejé de ser cirujano cuando me volví un verdadero maestro en las artes del escalpelo.