Tenía como dos vidas enteras que no cenaba con mi “familia”. Y es que desde siempre me han fastidiado sus conversaciones inútiles: sobre la cantidad de bienes que ha acumulado cada quién hasta el momento, sobre los momentos “graves” que vivió la Tía Lucrecia y que por poquito la llevan a morir (y todo para que dos días después de haberse recuperado de una enfermedad que la ató casi dos años a la cama, saliera de su casa y la atropellara un camión en la central de abastos...). No, yo no quería ser uno más entre el coro de los primos ilustres que mal gastan su vida consiguiendo seguridades para los hijos que no han sabido educar...
No tuve más remedio que ponerme el menos roto de mis dos trajes y aguantar la oleada de preguntas prejuiciosas y morbosas sobre por qué me había retirado del hospital -siendo una profesión tan “noble” la que había elegido mi padre (al que maldije desde siempre por haberme obligado a estudiar, ya sea medicina o lo que hubiera sido...) para “asegurar” mi maldito futuro- y toda esa letanía de incomodidades que me esperaban, con ansias, para devorarme y obligarme a retirarme de un modo “inconvenientemente grosero” de la cena navideña que la Tía Águeda preparó para todos (y que insistió en que yo debería estar ahí).
Cuando crucé la puerta, me recibió el exquisito aroma del lomo que aún estaba en el horno, seguido por un perro pequeño y escandaloso, hasta que salió desde el fondo de mi incredulidad, la prima Chayo, a la que no había visto desde que tenía como diez años. Salió de la cocina con una sonrisa que había pasado la tarde entera cocinando frente a un espejo y me saludó como si lo supiera todo sobre mí (supongo que creía saberlo, lo que explicaría su sonrisa compasiva), como si hubiésemos crecido juntos, corrido y jugado en su traspatio y como si hubiésemos fornicado bajo el árbol del jardín de la casa de la Abuela...
Lentamente fueron llegando todos los demás, y a eso de las diez de la noche estábamos congregados cerca de cincuenta “parientes” alrededor del festín que nos ofrecía aquel cadáver de marrano, al que el horno le había dado una nueva vida, una nueva identidad... Los comentarios sarcásticos no se hicieron esperar, desde el fondo de una silla un poco lejana a la mía, se oyó la voz de un hombrecillo insignificante, mi padre. La carraspera de su edad no me dejó entender lo que dijo, sólo supe que lo decía para mí. Reí hasta que me doliera el estómago al ver que su dentadura postiza ya no soportaba el peso del bocado y prácticamente tenía que masticar con las manos, de tanto que se tenía que enderezar “los colmillos”.
A nadie pareció gustarle mi risa; pero no podía evitarlo, a sus palabras les siguieron las de las Tías, quienes me reprocharon todo el “respeto” que le debía a ese Chaparro Neurótico, los primos apoyaban mientras yo bebía más y más vino y disfrutaba de la suerte, que sentó a mi lado a Chayito, quien también bebía y sonreía en medio de la desdentada verborrea de los que vociferaban haciéndose los muy “decentes”. Al poco rato, los primos ebrios (de alcohol, pero también de soberbia) me siguieron hostigando, mientras yo acariciaba la pierna izquierda (ebria también) de Chayito y ella, a su vez, seguía sonriendo con mi pene entre sus manos (si, ambas...). Sin decir una sola palabra, nos levantamos de la mesa sin haber terminado ni el discurso ni la cena, y nos largamos a buscar un árbol parecido al del jardín de la casa de la Abuela para fornicar. Nunca más los he vuelto a ver (a Chayito tampoco...).
No tuve más remedio que ponerme el menos roto de mis dos trajes y aguantar la oleada de preguntas prejuiciosas y morbosas sobre por qué me había retirado del hospital -siendo una profesión tan “noble” la que había elegido mi padre (al que maldije desde siempre por haberme obligado a estudiar, ya sea medicina o lo que hubiera sido...) para “asegurar” mi maldito futuro- y toda esa letanía de incomodidades que me esperaban, con ansias, para devorarme y obligarme a retirarme de un modo “inconvenientemente grosero” de la cena navideña que la Tía Águeda preparó para todos (y que insistió en que yo debería estar ahí).
Cuando crucé la puerta, me recibió el exquisito aroma del lomo que aún estaba en el horno, seguido por un perro pequeño y escandaloso, hasta que salió desde el fondo de mi incredulidad, la prima Chayo, a la que no había visto desde que tenía como diez años. Salió de la cocina con una sonrisa que había pasado la tarde entera cocinando frente a un espejo y me saludó como si lo supiera todo sobre mí (supongo que creía saberlo, lo que explicaría su sonrisa compasiva), como si hubiésemos crecido juntos, corrido y jugado en su traspatio y como si hubiésemos fornicado bajo el árbol del jardín de la casa de la Abuela...
Lentamente fueron llegando todos los demás, y a eso de las diez de la noche estábamos congregados cerca de cincuenta “parientes” alrededor del festín que nos ofrecía aquel cadáver de marrano, al que el horno le había dado una nueva vida, una nueva identidad... Los comentarios sarcásticos no se hicieron esperar, desde el fondo de una silla un poco lejana a la mía, se oyó la voz de un hombrecillo insignificante, mi padre. La carraspera de su edad no me dejó entender lo que dijo, sólo supe que lo decía para mí. Reí hasta que me doliera el estómago al ver que su dentadura postiza ya no soportaba el peso del bocado y prácticamente tenía que masticar con las manos, de tanto que se tenía que enderezar “los colmillos”.
A nadie pareció gustarle mi risa; pero no podía evitarlo, a sus palabras les siguieron las de las Tías, quienes me reprocharon todo el “respeto” que le debía a ese Chaparro Neurótico, los primos apoyaban mientras yo bebía más y más vino y disfrutaba de la suerte, que sentó a mi lado a Chayito, quien también bebía y sonreía en medio de la desdentada verborrea de los que vociferaban haciéndose los muy “decentes”. Al poco rato, los primos ebrios (de alcohol, pero también de soberbia) me siguieron hostigando, mientras yo acariciaba la pierna izquierda (ebria también) de Chayito y ella, a su vez, seguía sonriendo con mi pene entre sus manos (si, ambas...). Sin decir una sola palabra, nos levantamos de la mesa sin haber terminado ni el discurso ni la cena, y nos largamos a buscar un árbol parecido al del jardín de la casa de la Abuela para fornicar. Nunca más los he vuelto a ver (a Chayito tampoco...).
1 Opiniones:
Muy grafico tu texto, pero me gusto como lo llevaste acabo, es muy facil de leer y rapido, pero eso si muy apegado a la realidad, jejeje
Publicar un comentario
Hey, compártenos algunos cráneos para que el muro siga creciendo. (Dicho de otro modo, deja algún comentario, siempre son bienvenidos)